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Religión vs. Política

  • DAVID WARREN

Estoy de acuerdo en forma selectiva con casi todos.


ella Sarah Vaughan y
Ella Fitzgerald, c. 1950

Es decir, aun las personas cuyas opiniones detesto, por numerosas razones políticas, en general tienen alguna opinión o alguna idea, alguna preferencia o criterio artístico, con el cual concordaría con gusto.

Esto puede ser una fuente de satisfacción, con frecuencia para ambas partes. Déjeme darle un par de ejemplos inocentes.

Una vez, en una fiesta en los últimos días de la Guerra Fría, me enfrasqué en algo que debe haber parecido una pelea «intercambiando información» con una señora realmente partidaria del comunismo. Siguió hasta que nos cansamos uno del otro y entonces, así fue, ambos salimos de la casa hacia el porche del fondo de nuestro anfitrión. Allí nos volvimos a encontrar y rápidamente descubrimos que éramos los únicos dos fumadores de la fiesta. Por el momento nos convertimos en buenos amigos; estuvimos de acuerdo en que los no fumadores son una maldición.

La conversación pronto derivó a otros temas, mediante los cuales descubrí que mi nueva amiga marxista tenía opiniones extremadamente conservadoras con respecto del arte, aunque no le importaba si me burlaba de ella por ser una burguesa sin remedio. Volvimos a entrar a la casa riéndonos.

Asimismo, otro izquierdista loco (mi caracterización, no la suya) y una situación similar. Estábamos a punto de arrojarnos botellas el uno al otro cuando una máquina de discos en un restaurant comenzó a tocar una grabación de 1960 de Black Coffee. Nuestra pelea se desvió a la cuestión de los cantantes de jazz y en el curso de la siguiente media hora llegamos a un completo y entusiasta acuerdo en que Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan deberían estar en primer y segundo lugar respectivamente en un ranking de cantantes femeninas.

El odio, de cierto tipo, puede ser una forma encubierta de amor, como dichos incidentes lo revelan. Quizás esto sucede con cada clase de «odio», a menos que sea patológico; y hasta la locura puede dar lugar a la cordura en momentos impredecibles de gracia.

Pienso acerca de la genialidad moral de un querido viejo amigo (John Muggeridge, 1933-2005), un hombre a quien casi nunca le faltaban opiniones. Tenía una predisposición increíble no solo para llevarse bien sino para en verdad ser apreciado por sus adversarios más crudos. Yo le atribuía esto a su don de visión. Él podía ver, en los personajes más dudosos, las virtudes que estaban escondidas, posiblemente hasta de sus propias madres. Si se le mencionaba un nombre —el nombre de alguien extremadamente deplorable— tenía lista algo que no era tanto una defensa sino un gentil reconocimiento.

Describe, a mi parecer, la extraordinaria fuerza divisiva de la política, la cual corroe el corazón humano y más allá de esto, que pone a los hombres disidentes uno contra el otro desafiando a la buena voluntad divina.

Y siempre tenía razón; uno de inmediato se daba cuenta de que esto era así: que uno mismo no había identificado la virtud solo porque no la estaba buscando. No obstante, John no tenía ilusiones. Por un lado, cuando hablaba por ejemplo, de la arrogante vanidad de cierta persona famosa (que no será nombrada), uno podía ver que estaba apenado. Por el otro, podía disfrutar del ingenio satírico más despiadado. (Nos encantaba recitarnos los fragmentos más crueles de Swift y Pope).

John era, por cierto, el personaje que más que nadie me «acompañó» en el Tíber cuando, luego de décadas de resistencia, finalmente crucé. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?»…Todavía rezamos juntos.

Sin embargo la política, la política; a lo largo de los años, ambos estuvimos inmersos en la política. El decoro básico requería que un hombre como John estuviera comprometido en lo que él consideraba desagradable, como tantos en la batalla por «la vida». En un continente donde incontables millones de bebés fueron sacrificados por la comodidad, el feminismo y la carrera profesional, no es posible ser apolítico. Cuántas personas que conozco en el «movimiento a favor de la vida» a quienes les gustaría hacer casi cualquier otra cosa; incluido un sacerdote que dice que a él «ni siquiera le gustan los bebés», pero que se siente obligado a pronunciarse cuando los están masacrando.

Más allá de los temas relacionados con la vida, no hay paz. Vivimos en una era —hemos vivido, a lo largo de un siglo— en la cual la política infectó cada partícula de vida, esto implica que el hombre que odia la política tendrá que involucrarse para defender su derecho a que lo dejen tranquilo. Y perderá, ya que con la invención del impuesto a las ganancias, el Gran Hermano estableció su derecho a entrometerse, inspeccionar e importunar con una presunción de culpa que vuela frente a todas nuestras antiguas libertades.

Sé que hoy, solo los cascarrabias se oponen a esas cosas. Soy un cascarrabias y todavía me opongo. Mi propia experiencia de ser auditado en forma maliciosa me enseñó mucho acerca de cómo son las cosas en realidad, en un país que acumula halagos para sí mismo por la transparencia y «los derechos humanos». Por cierto, fue lo que experimenté con más frecuencia que la mayoría, la verdadera burocracia demoníaca en acción en temas que van mucho más allá de los impuestos. No me pueden impresionar con el parloteo de «la democracia».

Somos moscas en la red de nuestras arañas elegidas. Esta es la misma «red de seguridad» que tejieron, un mundo en el cual nadie puede escapar la tiranía de «las buenas intenciones». Como C.S. Lewis explicaba con paciencia:

De todas las tiranías, una ejercida con franqueza para el bien de sus víctimas puede ser la más opresiva. Sería mejor vivir bajo el dominio de capitalistas sin escrúpulos que bajo omnipotentes entrometidos moralistas. La crueldad del capitalista a veces puede dormir, su codicia puede ser saciada en algún momento; pero aquellos que nos atormentan por nuestro propio bien lo harán sin cesar porque lo hacen con la aprobación de su propia conciencia.

Describe, a mi parecer, la extraordinaria fuerza divisiva de la política, la cual corroe el corazón humano y más allá de esto, que pone a los hombres disidentes uno contra el otro desafiando a la buena voluntad divina.

¿Por qué ocurrió esto? ¿Por qué lo permitieron «las personas»?

Al pensar en este tema a lo largo de los años, llegué a darme cuenta de que esto es, ahora como en los siglos anteriores, la consecuencia de la pérdida de la fe. La política reemplaza a la religión, y así aun dentro de la Iglesia Católica, la religión desaparece en una batalla política por medio de la cual poco a poco se divide a los fieles.

 

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Agradecimiento

David Warren. "Religión vs. Política." The Catholic Thing (22 septiembre, 2016).

Publicado con el permiso de The Catholic Thing.

Sobre El Autor

warrenDavid Warren es un antiguo editor de la revista Idler y columnista del Ottawa Citizen. Posee vasta experiencia en el Cercano y Lejano Oriente. Su blog, Essays in Idleness, actualmente se encuentra en: davidwarrenonline.com

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