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¿Quién inventó la caridad?

  • THOMAS E. WOODS, JR.

Tan importante como el volumen total de la caridad católica era la diferencia cualitativa que separaba la caridad de la Iglesia de lo que la había precedido.


teresa 0820A principios del siglo cuarto, el hambre y la enfermedad golpeaban al ejército del emperador romano Constantino. Pacomio, un soldado pagano en ese ejército, miraba con asombro cómo muchos de sus hermanos romanos le daban alimento a los hombres afligidos y, sin discriminar a nadie, ayudaban a los necesitados.

Curioso, Pacomio preguntó sobre esta gente y supo que eran cristianos. ¿Qué religión era esa, se preguntaba, que inspiraba tales actos de generosidad y humanidad? Comenzó a aprender sobre esa fe: y antes de que se diera cuenta, ya estaba en camino hacia la conversión.

Este tipo de asombro ha acompañado la obra caritativa católica a través de los tiempos. Incluso Voltaire, tal vez el propagandista anti-católico más prolífico del siglo dieciocho, se sorprendía ante el heroico espíritu de sacrificio que animaba a muchos de los hijos e hijas de la Iglesia. "Tal vez no hay nada más grande sobre la tierra — decía — que el sacrificio de la juventud y la belleza, a menudo de alta cuna, hecha por el sexo débil para trabajar en los hospitales aliviando la miseria humana, esa visión que es tan repugnante a nuestra vista. Pueblos separados de la religión romana han imitado imperfectamente tan generosa caridad".

Haría falta una gran cantidad de volúmenes para recopilar la historia completa de la caridad católica, realizada por los fieles individualmente, parroquias, diócesis, monasterios, misioneros, frailes, religiosas y organizaciones laicas. Y de hecho hay estudios extensos, como si fueran libros, que se han escrito solo sobre la obra de caridad de alguna orden en particular de religiosas en un área específica de Estados Unidos. El capítulo 6 de mi nuevo libro, Cómo la Iglesia Católica construyó la Civilización Occidental (How the Catholic Church Built Western Civilization) cuenta brevemente toda la historia.

Tan importante como el volumen total de la caridad católica era la diferencia cualitativa que separaba la caridad de la Iglesia de lo que la había precedido. Sería tonto negar que algunos nobles sentimientos fueron enarbolados por los grandes filósofos antiguos cuando se trataba de la filantropía, o que los hombres adinerados hicieron impresionantes y sustanciales contribuciones voluntarias a sus comunidades. Se esperaba que los ricos financiaran los baños, los edificios públicos y cualquier forma de entretenimiento público. Plinio el Joven fue de lejos el único en dotar a su pueblo con una escuela y una biblioteca.

Pese a todas las contribuciones que se ofrecieron, el espíritu de dar en el mundo antiguo era en cierto modo deficiente cuando se establecía contrariamente al de la Iglesia. Mucho de la ayuda antigua tenía un interés propio en vez de ser puramente gratuito. Los edificios que los ricos financiaron tenían sus nombres en lugares claramente visibles. Los donantes daban lo que querían dar ya sea con el fin de poner a los beneficiarios en sus deudas o para llamar la atención sobre sí mismos y su gran generosidad. Que los necesitados estaban para ser servidos con un corazón alegre y sin pensar en la recompensa o la reciprocidad, ciertamente no era el principio rector.

El Estoicismo, unan antigua escuela de pensamiento que data de alrededor del 300 AC, y que estaba vigente en los primeros siglos de la era cristiana, es citada en ocasiones como una línea pre-cristiana de pensamiento que de hecho recomendaba hacer el bien al otro sin esperar nada a cambio.

Para estar seguros, los estoicos sí enseñaban que el buen hombre era un ciudadano del mundo que disfrutaba de un espíritu de fraternidad con todos los hombres y por esa razón parece que pueden haber sido mensajeros de la caridad, pero también enseñaban la supresión del sentimiento y las emociones, cosas que eran impropias en un hombre. El hombre no debía ser perturbado por eventos externos, incluso los más trágicos. Pensaban que el hombre posee una maestría personal tan fuerte como para ser capaces de afrontar la peor de las catástrofes con un espíritu de absoluta indiferencia. Y ese fue el espíritu con el que los sabios asistían a los menos afortunados: no era la idea compartir la pena y el dolor de aquellos a los que se ayudaba o hacer la conexión emocional con ellos, sino un espíritu desinteresado y sin emociones de quien simplemente está cumpliendo su deber. Por eso Séneca escribió:

El sabio consolará a los que lloran, pero sin llorar con ellos, socorrerá a los afligidos, dará hospedaje a los proscritos y limosna a los pobres,. . . devolverá el hijo a las lágrimas de una madre, salvará a los cautivos de la arena y enterrará incluso al criminal, pero en todo su mente y su semblante permanecerán serenos. No sentirá tristeza. Ayudará, hará el bien, porque ha nacido para ayudar a sus hermanos, para obrar el bienestar de la humanidad y para darle a cada uno su parte. . . Su semblante y su alma no mostrarán emociones mientras observa las piernas atrofiadas, los harapos, la postura doblada y descarnada del mendigo, pero ayudará a los que valen la pena y, como los dioses, su inclinación será para con los miserables. . . Solo los ojos enfermos se humedecen al contemplar las lágrimas de otros ojos. . .

Es cierto que, simultáneamente al desarrollo del cristianismo, algo de la dureza del antiguo estoicismo comenzó a disolverse. Uno no puede leer las meditaciones de Marco Aurelio, el emperador romano y filósofo estoico del siglo II, sin reconocer el gran parecido del pensamiento de este noble pagano respecto al pensamiento cristiano. Esa fue la razón por la que San Justino Mártir pudo luego alabar el estoicismo. Pero la despiadada supresión de la emoción y el sentimiento que ha caracterizado tanto a esta escuela ya ha cobrado su factura. Ciertamente era ajena a la naturaleza humana en su rechazo a reconocer tan importante dimensión de lo que significa ser humano.

Podemos retroceder a los ejemplos del estoicismo como el de Anaxágoras, un hombre que al enterarse de la muerte de su hijo, se limitó a comentar: "Nunca supuse que había engendrado un inmortal". Era natural que los hombres tan aislados de la realidad del mal fuesen lentos para aliviar sus efectos en sus semejantes. "Los hombres que se negaron a reconocer el dolor y la enfermedad como un mal", señala un observador, "tenían pocas probabilidades de estar ansiosos para aliviarlo en otros".

Según W. E. H. Lecky, que frecuentemente criticaba a la Iglesia, no puede haber "ninguna duda de que ni en la práctica ni en la teoría ni en las instituciones que fueron fundadas ni en el lugar que le fue asignado en la escala de deberes, la caridad en la antigüedad no ocupa en absoluto una posición comparable a la que se ha obtenido con el Cristianismo. Casi todas las ayudas eran una medida del Estado, dictada más por la política que por la benevolencia, y el hábito de la venta de los niños pequeños, las innumerables exposiciones, la disposición de los pobres a inscribirse a sí mismos como gladiadores, y las frecuentes hambrunas, mostraron lo grande que era la angustia que no se alivia".

El espíritu de la caridad católica no surgió del vacío sino que tomó su inspiración de las enseñanzas de Cristo. "Un mandamiento nuevo os doy: que se améis mutuamente como yo os he amado. Con esto reconocerán que vosotros sois mis discípulos: si se aman los unos a los otros" (Juan 13:34—35; cf. Santiago 4:11). San Pablo explica que quienes no pertenecen a la comunidad de los fieles también deben recibir el cuidado y la caridad de los cristianos, incluso si son enemigos de los fieles (cf. Romanos 12: 14—20; Gálatas 6:10). Aquí había una nueva enseñanza para el mundo antiguo.

En historia de la Iglesia primitiva se desarrolló la práctica de las ofrendas para los pobres. Los ofrecimientos se colocaban en el altar en el contexto de la Misa. Otras formas de dar incluían a la colecta, de hecho en algunos días de ayuno, en los que antes de la lectura de alguna epístola, los fieles donaban una parte de los frutos de la tierra.

También se hacían contribuciones financieras a los fondos de la Iglesia y se solicitaba colectas extraordinarias a los miembros más ricos de entre los fieles. Existe abundante evidencia de que los cristianos se imponían ayunos a sí mismos para hacer un ofrecimiento sacrificial del dinero que podrían gastar en la comida y que habría gastado en ella en el día del ayuno.

Se podría hacer una lista muy larga de las obras de bien de la Iglesia primitiva, realizadas desde los más sencillos y humildes hasta las mentes más elevadas y brillantes de entonces. Incluso los Padres de la Iglesia tuvieron tiempo para dedicarse al servicio de sus hermanos. San Agustín estableció un hospicio para peregrinos, esclavos rescatados y les dio ropa a los pobres. (Advertía a la gente que no le dieran vestidos caros ya que si lo hacían los vendería para darle el dinero a los pobres). San Juan Crisóstomo fundó varios hospitales en Constantinopla. San Cipriano y San Efrén ayudaron a enfrentar la peste y la hambruna.

La Iglesia primitiva también instituyó el cuidado de las viudas y los huérfanos, y atendió las necesidades de los enfermos. Sus preocupaciones también hicieron que enfrentaran el particular drama de las epidemias.

Durante la peste que asoló a Cartago y Alejandría, los cristianos ganaron el respeto y la admiración por la valentía con la que consolaban a los moribundos y enterraban a los muertos, en un tiempo en el que los paganos abandonaban incluso a sus amigos a su terrible destino. En la ciudad de Cartago, en el norte de África, San Cipriano, Padre de la Iglesia y Obispo en el siglo tercero, reprendió a la población pagana por no ayudar a las víctimas de la peste que prefería robar a los afectados: "no muestran compasión ante los enfermos, solo codicia mientras abren sus fauces ante los muertos, porque le temen a la obra de la misericordia y están llenos de culpa por su aprovechamiento. Ellos que rechazan enterrar a los muertos, codician lo que han dejado detrás". San Cipriano animaba a los seguidores de Cristo a la acción, alentándolos a cuidar a los enfermos y enterrar a los muertos. Recordemos que era todavía la época de la persecución intermitente contra los cristianos, por lo que el gran Obispo pedía a sus seguidores que ayudaran a los que a veces los perseguían. Y les decía: "¿si solo le hiciéramos el bien a los que nos hacen bien a nosotros, en qué nos diferenciaríamos de los paganos y los publicanos? Si somos hijos de Dios, que hace que Su sol brille sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, probémoslo con nuestros actos, bendiciendo a aquellos que nos maldicen y haciendo bien a quienes nos persiguen".

En el caso de Alejandría, que también fue víctima de la peste en el siglo tercero, el Obispo cristiano Dionisio recordaba que los paganos "hacían a un lado a cualquier que comenzara a enfermarse y se mantenían al margen incluso de sus amigos más queridos, y dejaban a los sufrientes a medio camino a poco de morir, y no los enterraban, y los trataban con desprecio incluso cuando ya estaban muertos". Sin embargo también pudo dar cuenta de que muchos cristianos "no ahorraban esfuerzos para cuidarse y visitaban a los enfermos sin pensar en que se ponían en riesgo y los ayudaban asiduamente. . . atrayendo casi sobre sí las enfermedades del prójimo y asumiendo voluntariamente la carga de los sufrimientos de quienes los rodeaban".

San Efrén, un eremita de Edesa, era recordado por su heroísmo cuando la hambruna y la peste golpearon esa desafortunada ciudad. No solo coordinaba la recolección y distribución de la limosna sino que además estableció hospitales, cuidó a los enfermos y atendió a los muertos. Cuando, durante el reino de Máximo, la hambruna golpeó Armenia, los cristianos asistieron a los pobres sin hacer distinciones por religión. Eusebio, el gran historiador de la Iglesia en el siglo cuarto, nos dice que como resultado del buen ejemplo de los cristianos, muchos paganos "hacían preguntas sobre una religión cuyos discípulos eran capaces de tal devoción desinteresada".

No sorprende que, incluso los oponentes de la Iglesia — no solo Voltaire sino también Julián el Apóstata y Martín Lutero — alabaran su extraordinaria labor en nombre de sus hermanos. 

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Agradecimiento

Thomas E. Woods, Jr. "Who Invented Charity?" (¿Quién inventó la caridad?) LewRockwell.com (10 de mayo de 2005).

Publicado con permiso de Thomas E. Woods, Jr.

Sobre El Autor

woods1 woods Thomas E. Woods, Jr. tiene el grado de historiador de Harvard y un doctorado en Columbia. Sus libros incluyen el famoso libro del New York Times (y del LRC) The Politically Incorrect Guide to American History, The Church and the Market: A Catholic Defense of the Free Economy, The Church Confronts Modernity: Catholic Intellectuals and the Progressive Era, y el recientemente lanzado How the Catholic Church Built Western Civilization.

Copyright © 2005 LewRockwell.com
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