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El pronóstico reservado de Esther

  • ANTHONY ESOLEN

Mientras sus días llegaban a su fin, mi padre tuvo que discutir con sus doctores las opciones disponibles para su tratamiento.


angels65 A veces se trataba de opciones legítimas que implicaban sopesar las bondades proporcionales o males proporcionales, cada uno con distintos grados de probabilidad. Pero una vez que estuvo claro que iba a morir, que no había nada que pudiera hacer la medicina para curar el ducto biliar y el cáncer que se extendía y complicaba, los doctores perdieron interés en su caso.

Fueron amables con él, pero querían que él tome las decisiones—que asuma la responsabilidad del tratamiento. Finalmente, en cierto punto, levantó las manos exasperado. "¿Por qué me preguntan qué pienso?" dijo. "¿Qué sé yo de eso? ¡Fui vendedor de seguros!"

Mi padre tuvo suerte dado que estaba en posesión de todas sus facultades, y que era un hombre de una fe y voluntad sólidas. Pero ¿qué sucede cuando estás postrado en cama e inconsciente, y tu muerte es inminente?

Las Opciones "Correctas"

He visto algo de lo que sucede recientemente, acompañando a mi esposa Debra y a su padre al pie de la cama de su madre moribunda, aquejada durante mucho tiempo por una senilidad que progresaba lentamente, resultado de muchos derrames cerebrales pequeños. Pero los dos últimos derrames — masivos e irremediables — la dejaron principalmente en coma, incapaz de tragar, y claramente camino a la tumba.

Debra y yo habíamos conducido de Rhode Island a Pennsylvania para estar con la abuela y ayudar a su esposo a encontrarle el sentido a los informes médicos y las exigencias, veladas como opciones, que los doctores presentaban. Porque que mi suegra Esther ya no era de interés para el gran dios de la medicina.

Ella iba a morir. Lo sabíamos, y lo habíamos aceptado. Pero a pesar que estaba bajo el cuidado de personas que eran en general amables y consideradas frente a su debilidad y nuestra pena, sutilmente la atención médica de esta vida que estaba muriendo giró hacia el terreno de la opción personal, de los deseos personales — y a la insistencia profesional, a veces callada, y a veces no tan callada, de que se tenía que tomar la opción "correcta", y rápido.

Pero cuando se hizo evidente que se estaba deshidratando, pedimos una simple intravenosa para darle un poco de agua; una copita por hora era todo lo que su cuerpo podía recibir, sin arriesgar a que se congestionen los pulmones y como consecuencia desarrollase una neumonía.

Al principio no sabíamos cuánto tiempo más le quedaba de vida, y era concebible, al menos durante los dos primeros días, que ella podría recuperar la capacidad de tragar. Por ello, pedimos que la alimentaran de manera intravenosa.

No era una solicitud poco razonable — además, no era un pedido que hubiéramos tenido que hacer. Debió haber sido una conclusión previsible. En realidad no debió haber una "opción" en realidad, ni nuestra, ni de los doctores, ni siquiera del paciente. Si alguien va a morir de hambre, lo alimentas.

"Pero consideren su calidad de vida," dijo uno de los doctores, en una llamada por teléfono desde el hogar de ancianos en que la había cuidado durante los últimos años.

"La calidad de vida," respondió Debra, "no tiene nada que ver con esto."

"Pero las enfermeras aquí me dicen que habían agotado todas las posibilidades tratando de cuidarla."

"Es por ello que se les paga su sueldo," dijo mi esposa, volviéndose irritable. "¿Me está diciendo ahora que mi madre tiene muerte cerebral?"

"No, ella no tiene muerte cerebral, lamen— ," gruñó el doctor, corrigiéndose.

La Esperanza del Doctor

Y así continuó durante diez días, decisión por decisión, con los doctores y enfermeras y los trabajadores sociales esperando, a veces impacientemente, que los dejemos sacarse el problema de encima.

Por favor, no supongan que pecamos contra la caridad suplicando medidas heroicas y costosas. Durante su cuarta noche en el hospital, Esther aparentemente sufrió otro derrame cerebral, y todo intento por darle de comer un poco de papilla en una cuchara estaba fuera de discusión. Aspiraría las partículas de alimentos, y estas ocasionarían una congestión en sus pulmones. Entonces pedimos poner fin a esos intentos mínimos— por una razón perfectamente médica.

Pero cuando se hizo evidente que se estaba deshidratando, pedimos una simple intravenosa para darle un poco de agua; una copita por hora era todo lo que su cuerpo podía recibir, sin arriesgar a que se congestionen los pulmones y como consecuencia desarrollase una neumonía. Nuevamente, esta fue una decisión médica, una cosa perfectamente ordinaria, y no una "elección" que implicaba una filosofía moral profunda.

Como le expliqué a un trabajador social, "Tienes a alguien que está en cama muriendo. Sabes que va a morir. Pero tiene una llaga en la rodilla, con pus. Entonces, le untas un poco de ungüento antibiótico en la llaga. Ahí está, se puede curar fácilmente. Y lo curas. Sabemos que se está muriendo por un derrame cerebral, pero ¿por qué tendría que morirse de deshidratación?"

"Está inconsciente, no se está quejando, no está inquieta. Su respiración es incómoda, pero es incómoda para quienes la ven, no para ella. No hay motivo para darle morfina."

Esto requirió una conversación tensa entre nosotros, una enfermera, y una amable dama de la capellanía, quien dijo, "Tiene que comprender que es importante para la fe de estas personas que se le dé agua." Eso ayudó; activó el botón de lo sagrado.

En cierto sentido, ella estaba en lo cierto, pero en otro sentido, no. Nuestra fe sí nos pide que le demos de beber agua a alguien que lo necesite, pero solamente porque lo sencillo dicta lo que exige la razón humana. En realidad no había nada en qué "creer" aquí, ni una preferencia personal.

Entonces aceptaron, de mala gana. Ayudó que Debra tuviera una suerte de as bajo la manga de reserva: El poder de Esther. Pero ellos no estaban prestando mucha atención a lo que estaban haciendo, y un día le dieron demasiada agua y tuvieron que descontinuarla por un tiempo. Sus pulmones comenzaron a agitarse y a respirar con dificultad. La respiración era profunda y trabajosa, de treinta a cuarenta respiraciones por minuto. Eso trajo consigo a la enfermera del turno de noche, y otra "elección."

"Debo hacer que le baje la frecuencia de las respiraciones," dijo. "Está sufriendo." Empezaremos a darle morfina por goteo." Ahora bien, había escuchado decir a mi hermana, una doctora que se especializa en enfermedades infecciosas, sobre los usos de la morfina para realizar eutanasias regulares y no reportadas en nuestros hospitales. La morfina en efecto calma el ritmo respiratorio y el ritmo cardíaco. Los calma suprimiéndolos. Pero existe una razón por la que tu cuerpo realiza treinta respiraciones por minuto. Es porque necesita treinta respiraciones por minuto.

Darle morfina a alguien que ya está teniendo problemas para respirar es sofocarlo, lenta, fácil y calmadamente. Es colocar una almohada sobre su nariz y boca y presionarla hacia abajo. La diferencia es que con la morfina uno no tendría que agobiarse con el recuerdo físico de unas manos y pies que se sacuden mientras el cuerpo patea en un largo espasmo para sobrevivir.

Un Honor Declinado

No nos oponemos categóricamente a la morfina, comprendan — cuando existe una razón para usarla. Si alguien va a morir, y está padeciendo mucho dolor, y no se puede aliviar el dolor de otra manera, entonces es de hecho un acto médico administrar la morfina. ¿Pero, qué dolor estaba padeciendo Esther en realidad? Llamé a mi hermana inmediatamente, y le pedí un consejo.

"Está inconsciente, no se está quejando, no está inquieta. Su respiración es incómoda, pero es incómoda para quienes la ven, no para ella. No hay motivo para darle morfina. Cuando empecé en la medicina, nadie se la administraba a los pacientes moribundos en estas circunstancias. Incluso hace diez años, casi nunca se veía."

Cuando la enfermera regresó, declinamos ese honor. Su rostro se endureció un poco, pero luego de Debra señaló que a pesar que no creíamos en prolongar a toda costa una muerte inevitable, tampoco creíamos en apurar a las personas queridas para que partan sobrepasando los límites, y supo que había sido vencida. "Va a ser una noche larga," dije.

"O un par de noches," dijo la enfermera, pasando de regreso la pelota sin darse cuenta.

Como era de esperar, luego de una noche y un día, admirablemente, la respiración de Esther se calmó cada vez más. La agitación se tranquilizó; ya no resoplaba a por las mejillas. Estaba echada como si estuviera dormida, y a pesar que respiraba con más frecuencia que alguien que estuviera sano, aún así el ritmo respiratorio disminuyó considerablemente, a medida que sus pulmones se liberaban de la congestión temporal.

"¿Qué te dije?" me respondió mi hermana.

Sí nos ganamos el respeto de parte del personal del hospital, asegurándonos que alguien estuviera con Esther casi todo el tiempo, día y noche. Nuevamente, esto no tenía la intención de ser algo heroico. Simplemente pensábamos que alguien debía estar con ella mientras moría, y según lo que nos habían dicho, su muerta era cuestión de horas, o como máximo un día o algo así.

A veces mi esposa y yo nos turnábamos para dormir en una habitación cercana reservada para familiares; a veces le aconsejaba que debíamos que ir a casa para poder tener un descanso real, sin importar lo que pasara. Para nosotros esto no era una "elección" — era simplemente lo que debíamos hacer.

No se diga que la persona amada, en coma, no puede apreciar la compañía; yo solamente digo que no lo sé. Al no haber estado nunca en esta situación, no tengo la menor idea de lo que puede hacer una voz por los moribundos— Debra cantándole himnos una vez cuando sus ojos se abrían, o simplemente el parloteo de nosotros tres mientras veíamos el programa Gunsmoke en la televisión ubicada más arriba.

¿Quién sabe que podría no haber un filtro para la mente de las notas de gracia del amor y del deber? No lo sabíamos; nadie puede saberlo. Pero en cierto sentido, esto está fuera de discusión. Esther estaba muriendo, y nuestro lugar, en la medida de lo posible, era estar a la cabecera.

Ustedes Deben Elegir

Bastante temprano en la semana final, nos aconsejaron que, dado que la medicina no podía curarla, deberíamos ponerla en un establecimiento para atención para enfermos terminales. Estuvimos de acuerdo, con la condición de que se le pudiera administrar agua de manera intravenosa, y si la atacara una infección simple, algunos antibióticos.

Tampoco queríamos que la sacudieran al moverla. Esther nunca fue una mujer grande, y en sus últimos días, se había reducido hasta pesa solamente setenta libras. La atención para enfermos terminales se le brindaría en el mismo hospital, en la misma habitación donde había sido colocada.

Cuando Esther conmocionó a todos viviendo una semana— uno de los doctores hizo señas con desdén hacia "esa cosa," la intravenosa, la culpable de hacer que los cálculos de todos fallen— la trabajadora social a cargo del servicio para enfermos terminales dentro del hospital aplicó Las Reglas.

Ahora, la idea de un establecimiento para enfermos terminales, un lugar cómodo donde los moribundos pueden ser atendidos en sus días finales, se les cambie la ropa, se les humedezca los labios, o incluso se les brinde un poco de alimentos, es una cosa buena, ciertamente mejor que la atmósfera ruidosa y necesariamente triste de una sala de hospital. Pero la posibilidad de elegir un establecimiento para enfermos terminales se había transformado en una necesidad. Desde que puedes elegir un establecimiento para enfermos terminales, debes elegirlo, o de lo contrario pagar unos costos exorbitantes, y esto también, sin tener en cuenta las necesidades del hospital (habían muchas camas disponibles en todos los pisos) y no obstante el nivel de la atención ofrecida.

Cuando Esther conmocionó a todos viviendo una semana— uno de los doctores hizo señas con desdén hacia "esa cosa," la intravenosa, la culpable de hacer que los cálculos de todos fallen— la trabajadora social a cargo del servicio para enfermos terminales dentro del hospital aplicó Las Reglas. Estas señalan que si no mueres lo suficientemente rápido, debes ser llevado a un establecimiento para enfermos terminales regular, a menos que un doctor dé una orden que lo prohíba.

Esther ahora estaba ya cerca a la muerte. Cuando abría los ojos, ya no había luz en ellos; no podía ver. Su respiración, ahora poco profunda, hacía un ligero zumbido mientras forzaba su paso por la garganta. Era absurdo moverla. "¿Necesita la cama?" le pregunté al doctor.

"No, en realidad. Pero es un establecimiento para la atención de enfermedades agudas," dijo.

"Sí, entiendo eso, ¿pero cuál es el sentido médico de moverla?"

"Bueno," dijo mintiendo, "queremos darle la mejor atención posible." Esto era una simple mentira; lo mejor que pudieron decir del establecimiento para enfermos terminales al que querían transferirla era que ofrecía la misma atención. Francamente, solo se querían librar de nosotros.

Esta vez no iban a dar marcha atrás, y nos aseguraron que el traslado no sería más perturbador que cuando la volteaban regularmente en la cama (lo que sí le ocasionaba cierto estrés). Estábamos exhaustos; los doctores querían ganar esta vez. Cuando finalmente la alcanzamos en el establecimiento para enfermos terminales, ella había empeorado notablemente.

Nuevamente nos defendimos para que no le pongan la morfina. Nuevamente luchamos con el doctor, que insistía conocer qué estaba escrito en el Testamento de directiva médica anticipada de Esther. "Todos deberían tener un Testamento en Vida," añadió, con el entusiasmo de un creyente. "En estos días, uno puede especificar exactamente lo que desea en exactamente cuáles circunstancias— incluso puedes especificar que deseas que quieres que te lean la Biblia, ¡y las personas tendrían que hacerlo!"

Una pesadilla de la elección; qué queda cuando el sentido común y la decencia común se han marchado, y las aspiraciones se han redactado en la oscuridad; lo legal en lugar de lo humano; las elecciones y los deseos en vez del deber.

Pero la lucha llegó a su fin. Veinticuatro horas después, Esther expiró.

El Valor de Esther

Cuando recuerdo estos hechos, se me ocurre que lo que realmente necesitábamos de los doctores y enfermeras eran algunos servicios bastante simples. No necesitábamos que fuesen filósofos morales. Son filósofos bastante ineptos. Queríamos que fuesen el equivalente médico de los plomeros y conserjes.

También queríamos que fueses seres humanos, que reaccionaran humanamente ante el misterio de la muerte que se presentaba ante nosotros, y ante la vida incomparablemente preciosa que menguaba en esa cama. Si no podían manejarlo— si en diez días no pudieron mostrar el mínimo interés en esa vida, que no fue suficiente para preguntar lo que antes fue (la persona que le puso las emes en los m&m's), o cómo fue como madre (intensa, ferozmente leal, generosa hasta llegar al defecto, que gastaba libremente, con quien era difícil vivir, rápida para encontrar defectos, rápida para perdonar), o aquello en lo que creía (finalmente puso de lado su vergüenza y pidió ser bautizada, años después de haberle empezado el Alzheimer, y peligrosamente cerca al momento en el que ya no sería capaz de recordar haber pedido algo)— entonces al menos nos hubiesen dejado solos. Bueno, a menudo nos dejaron solos, y por eso estuvimos genuinamente agradecidos.

Tal vez, eso no era suficiente para los bárbaros iluminados. Pero para Aquel cuyo nombre más íntimo es "YO SOY," en quien confiamos que ha tomado a esa pequeña mujer en las profundidades de su ser, fue, creo, suficiente.

Pero en vez de tener el tiempo y la libertad de aceptar que la mujer que yacía incapaz ante nosotros, cuyo cuerpo todavía aspiraba la vida, pero cuya mente se iba desvaneciendo, nos manejaban como mosquitos con elecciones falsas, con consideraciones que no eran médicas, con el tedio entrometido de los ayudantes. Lo que pudieron ser unos cuantos días de paz se desvanecieron por las preocupaciones.

Nuestra experiencia, sin duda, no fue nada comparada con la que muchos otros han tenido que atravesar, a veces literalmente batallando por las vidas de sus seres queridos cuyas muertes no eran inevitables — y mi hermana tiene muchas historias sobre eso, también. Sin embargo, fue suficiente para hacerme ver que, en un hospital, una vida que está muriendo significa muy poco.

Esther no podía hacer nada; no se iba a mejorar; de hecho puede que, en cuanto fue admitida, ya hubiera pasado el punto en el que podía reconocer a una visita. Entonces, ¿cuál era el valor de esta vida que estaba muriendo?

Y he ahí el meollo del asunto. Es lo que el Príncipe de la Elección no nos dice. Debajo de la aseveración de la elección, debajo de la suposición de que yo puedo disponer de mi vida o de mi cuerpo (o de la vida o el cuerpo de una persona querida) como me plazca, subyace la ironía susurrada, "Y después de todo, no importa mucho." Cuando ya no puedo ejercer esa elección que se dice a viva voz, cuando yazgo incapaz de cualquier acción mental o física reconocible, entonces no cuento.

Como lo Hacen Todas las Cosas

Esther yacía en la cama, respirando, tal vez soñando, tal vez no. Tal vez, en esos pocos días finales, ella hacía solamente aquella cosa fundamental que hacen todas las cosas creadas, animadas e inanimadas, sensibles o no; ella simplemente era.

Tal vez, eso no era suficiente para los bárbaros iluminados. Pero para Aquel cuyo nombre más íntimo es "YO SOY," en quien confiamos que ha tomado a esa pequeña mujer en las profundidades de su ser, fue, creo, suficiente.

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Agradecimiento

esolen Anthony Esolen. "A Counterfeit Conscience" (Una conciencia falsa) Touchstone (Julio/agosto, 2007): 20-24.

Reimpreso con el permiso de Touchstone Magazine

Sobre El Autor

Esolen6esolen7Anthony Esolen es profesor de inglés en Providence College. Es autor de Reclaiming Catholic Social Teaching, Reflections on the Christian Life, Ten Ways to Destroy the Imagination of Your Child, Ironies of Faith: Laughter at the Heart of Christian Literature, The Politically Incorrect Guide to Western Civilization, y es traductor de varios poemas épicos occidentales, incluyendo On the Nature of Things: de Rerum Natura de Lucretius, Gerusalemme liberata de Tasso y los tres tomos de la Divina Comedia de Dante: Infierno, Purgatorio, y Paraíso. Graduado en Princeton y en la Universidad de Carolina del Norte, Esolen domina el latín, italiano, anglosajón, francés, alemán y griego. Vive en Rhode Island con su esposa Debra y sus dos hijos. Anthony Esolen es miembro del consejo consultivo del Centro de Recursos para la Educación Católica. 

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