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La Iglesia y el comienzo de todas las cosas

  • ANTHONY ESOLEN

El hombre de fe sabe que las preguntas que hace sobre el universo admiten una solución, porque se las ha planteado el Señor de ese universo.


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lemaitre-and-einstein Monseñor Georges Lemaître
y Albert Einstein

Una vez, cuando era un joven profesor que visitaba a sus parientes en Italia, les enseñaba a un grupo de niños, con un palo de escoba y una pelota de fútbol, cómo jugar al baseball. En ese momento, unos adolescentes pasaron por ahí e interrumpieron el juego. Vieron que era "el estadounidense" que había venido al pueblo y querían hablar conmigo. Cuando escucharon que era profesor, uno de los niños -al estilo de los niños de todas partes- decidió poner a su amigo en aprietos y disfrutar del espectáculo.

Professore, dijo, señalando con su pulgar a su amigo, Pietro qui non crede in Dio — ¡Pedro no cree en Dios!

"Entonces, ¿en qué cree Pedro?", pregunté.

Io credo nella scienza, dijo el muchacho, con orgullo. ¡Creo en la ciencia! y luego agregó, Il Big Bang!

Pues bien, eso dio lugar a una charla en la que quedó claro -cómicamente claro para los otros niños que escuchaban- que Pedro no tenía ni la más mínima idea de lo que era el Big Bang ni de lo que la Iglesia enseña sobre el origen del universo o sobre lo que tiene que ver el uno con el otro. Sin embargo, sin contar con su ingenuidad científica, Pedro estaba en buena compañía. Muchas personas, y eso incluye a la mayoría de los científicos, tampoco saben sobre esas dos últimas cosas.

Algunos profesores también son adolescentes

Ese incidente me recuerda algo menos placentero que me sucedió un tiempo después. Traduje la obra Sobre la naturaleza de las cosas de Lucrecio al inglés. Lucrecio era un gran poeta y un filósofo bastante pobre. Era epicúreo, lo cual significa que creía que los dioses no tenían absolutamente nada que ver con el hombre, que todos los sucesos del mundo tenían explicaciones "racionales" y que todas las cosas no eran, en esencia, más que sus propios compuestos. Dichos compuestos eran a su vez átomos de diversas formas (algunos gorditos, para cosas resbalosas como el aceite, y algunos pinchudos, para cosas ácidas como el vinagre) y espacio vacío. Entonces, un perfecto extraño me escribió, sin introducciones: "¿Cómo puede haber traducido a Lucrecio y seguir siendo religioso? ¿No aprendió nada de la experiencia?" Así son los modales de hoy en día. Archivé la carta en el recipiente que le correspondía.

Dice específicamente que no le importa si se sirven de una explicación para los rayos o para los movimientos de las estrellas o los terremotos o el origen del hombre o de cualquier otra cosa, siempre y cuando no tenga nada que ver con dioses.

Ahora bien, lo extraño de su expresión de desdén fue que el mismo Lucrecio regaló la pelota en el supuesto enfrentamiento entre fe y ciencia. Dice específicamente que no le importa si se sirven de una explicación para los rayos o para los movimientos de las estrellas o los terremotos o el origen del hombre o de cualquier otra cosa, siempre y cuando no tenga nada que ver con dioses. Pero en el mismo instante en que pronuncien esas palabras, dejarán de ser científicos. En otras palabras, dejan de limitarse sólo a lo que pueden observar o medir o deducir de sus observaciones. La declaración no es científica, sino más bien filosófica y teológica. Si la verdad los lleva naturalmente a suponer que el universo debe haber sido creado -si la ciencia los lleva al umbral de la fe-, entonces la ciencia debe rechazarse o debe interpretarse de maneras retorcidas y extravagantes como para enredar la cuestión. De esta manera, el zoólogo y cascarrabias del pueblo, Richard Dawkins, ha dicho que si veía que el brazo de una estatua se movía, prefería pensar que el movimiento aleatorio constante de los átomos del mármol se alinearon de manera coincidente hacia una misma dirección, más que creer que un Poder superior lo había movido por su propia voluntad.

Sólo está haciendo lo que los físicos soviéticos hicieron cuando se les presentó por primera vez la teoría del Big Bang. Sabían que se parecía, sospechosamente, a la creación, y fue por eso que la rechazaron. Entonces, debían encontrar alguna explicación sobre lo que veíamos a nuestro alrededor y fue así que inventaron la teoría del estado estacionario del universo que, como el universo parecía estar expandiéndose, significaba que las partículas tenían que haber aparecido de repente - ¡ping! - de la nada absoluta y continuar existiendo como tales. Los Nazis, por su parte, la llamaron ciencia "judía", pensando en el libro del Génesis y en Albert Einstein.

La ciencia y el sacerdote católico

Sin embargo, Einstein no fue el primer hombre en sugerir que el universo se puso en marcha hasta alcanzar un despliegue glorioso desde un único punto de partida. Ese hombre era su querido colega, Georges Lemaître (1894–1966), quien presentó su propuesta en un artículo brillante publicado en 1931. Lemaître era un sacerdote jesuita. Einstein creía, junto con la mayoría de los científicos de ese entonces, que el universo había existido de manera indefinida desde hace mucho tiempo atrás. Sin embargo, las contradicciones entre esa postura y lo que Einstein y otros han observado y deducido -por ejemplo, la famosa fórmula de Einstein que unía energía, masa y la velocidad de la luz- llevaron al padre Lemaître a formular la hipótesis cosmológica más importante de la ciencia moderna. Cuando Einstein la conoció, declaró que era hermosa - que era su manera genial de decir que tenía la simplicidad persuasiva de la verdad.

El pobre Pedro, confundido, se valía de la teoría del Big Bang, de la cual entendía menos que lo que un italiano puede entender de baseball, como una excusa para no pensar.

Ahora bien, es importante tener en mente que el padre Lemaître no estaba buscando pruebas científicas de la existencia de Dios. Como así tampoco sostenía que las hubiera encontrado. Un paso antes del umbral sigue siendo un paso fuera de la casa. Sin embargo, no era tan sólo un sacerdote jesuita que resultó ser científico y que guardaba su teología en un compartimento y su ciencia en otro para que nunca se encontraran. Ello aún no lograría describir bien la relación, ya que el hombre de fe sabe que las preguntas que hace sobre el universo admiten una solución, porque se las ha planteado el Señor de ese universo, que se encuentra al mismo tiempo escondido en cada infinitésimo instante del tiempo y extensión del espacio y, aunque indirectamente, se manifiesta en la belleza y el orden magníficos del mundo. Cuando abordamos la teología y la ciencia con la adecuada reverencia y deferencia a los métodos y sujetos y sus fines específicos, respetaremos tanto la integridad de la creación como la trascendencia de Dios.

Eso significa que no buscaremos como tontos a un dios reducido, un conocido señor Zeus que, por así decirlo, hace ajustes al mundo desde el principio y luego sigue ocupándose de sus otros asuntos. Sin embargo, también deberemos recordar por qué elevamos la mirada al cielo. Las computadoras y el ganado no lo hacen. ¿Por qué será que nosotros lo hacemos? ¿Qué o a quién buscamos? En este caso, no puedo hacer más que citar al mismísimo padre Lemaître en su obra El átomo primordial:

No podemos concluir esta rápida revisión que hicimos juntos sobre el sujeto más magnífico que la mente humana puede estar tentada a explorar sin estar orgullosos de los magníficos esfuerzos de la ciencia en la conquista de la tierra, como así tampoco sin expresar nuestra gratitud a aquél que dijo: "Soy la Verdad", aquél que nos dio la inteligencia para entenderlo y para reconocer un atisbo de su gloria en nuestro universo, que él ha ajustado maravillosamente al poder mental con el que nos ha dotado.

Lo hiciste poco inferior a los ángeles

Podría terminar ahora, pero soy cauteloso, no sea que causemos la impresión de que nosotros los católicos corremos agitando los brazos y gritando "¡Por favor, préstennos atención! ¡Nosotros también podemos ser científicos!" Pues claro que podemos serlo y lo hemos sido, y estuvimos entre los más grandes. El mismo padre Lemaître recibió la Medalla Mendel de la Universidad de Villanova por su magnífico hallazgo científico, siendo este un premio que lleva el nombre del padre de la genética, el monje Gregor Mendel. Pero este no es en verdad el punto al que quiero llegar.

El padre Lemaître recibió el diploma de doctor en física en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, pero también obtuvo muchos otros títulos en matemática, filosofía y teología. Y, junto con sus compañeros sacerdotes, solía contemplar el misterio del Verbo Encarnado hecho presente en la Eucaristía bajo las especies de pan y vino. Se tomó a pecho las palabras de Jesús: "Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia". Dentro suyo, y estoy hablando de la profundidad de su ser, la búsqueda de la verdad era la búsqueda de Cristo.

El pobre Pedro, confundido, se valía de la teoría del Big Bang, de la cual entendía menos que lo que un italiano puede entender de baseball, como una excusa para no pensar. Los Lucrecianos de nuestro entorno hacen lo mismo: si pueden estar convencidos de que saben de dónde viene el hombre, en tanto y en cuanto la respuesta no tenga a "Dios" en el medio, no necesitan pensar demasiado sobre lo que es un hombre. Siempre tienen el adverbio "solamente" a su disposición; el mundo es solamente esto, el hombre es solamente aquello, la moralidad es solamente una estructura social, la vida es solamente un cierto tipo de movimiento organizado, la muerte es solamente su cese. Mucha virtud en solamente. Pero el científico católico dice en cambio: "¡El Señor y además todo el mundo!". Exclama con el salmista: "¡Señor, nuestro Dios, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!".

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Agradecimiento

Magnificat Anthony Esolen. "La Iglesia y el comienzo de todas las cosas." Magnificat (noviembre de 2014): 215-219.

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Sobre El Autor

Esolen6esolen7Anthony Esolen es profesor de inglés en Providence College. Es autor de Reclaiming Catholic Social Teaching, Reflections on the Christian Life, Ten Ways to Destroy the Imagination of Your Child, Ironies of Faith: Laughter at the Heart of Christian Literature, The Politically Incorrect Guide to Western Civilization, y es traductor de varios poemas épicos occidentales, incluyendo On the Nature of Things: de Rerum Natura de Lucretius, Gerusalemme liberata de Tasso y los tres tomos de la Divina Comedia de Dante: Infierno, Purgatorio, y Paraíso. Graduado en Princeton y en la Universidad de Carolina del Norte, Esolen domina el latín, italiano, anglosajón, francés, alemán y griego. Vive en Rhode Island con su esposa Debra y sus dos hijos. Anthony Esolen es miembro del consejo consultivo del Centro de Recursos para la Educación Católica. 

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