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Cómo la Iglesia ha cambiado el mundo: El cielo declara la gloria de Dios

  • ANTHONY ESOLEN

El obispo de Heilsberg yacía en la cama como un hombre que tenía muchas cosas para hacer, pero no tanto tiempo para llevarlas a cabo.


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copernicus Sobre el escritorio tenía montones de cartas, un vaso de vino, hierbas machacadas en polvo, su breviario, un informe sobre las finanzas diocesanas y Timeo de Platón, en griego.  Parecía como que en cualquier momento iba a levantar su poderoso cuerpo de la cama y dirigirse a grandes pasos hacia el salón de un señor obstinado o andar por las serpenteantes calles medievales para visitar a los pobres.  Pero eso era impensable.  Así se lo había dicho el médico, quien estaba delante suyo con informes para preparar y una pregunta para hacer.

"Padre Nicolás", dijo el anciano, "¿has terminado las rondas?"

"Sí, tío Lucas.  La plaga no está tan mal este año y ha visto la buena cosecha que Dios nos ha regalado, tuve todo lo que pude para evitar que los pobres me den una o dos monedas a escondidas.  Lo único que no pude rechazar, mi señor", dijo "fue este frasco de miel para su mesa".

"Endulzará mis últimos días", dijo el obispo.  "Nicolás, tu educación ha sido la mejor forma de gastar mi dinero.  Eres médico, sacerdote, canciller y ¡un Ptolomeo!  Seguramente le llevará algo de tiempo al papa elegir a mi sucesor.  Quiero que mientras tanto administres la diócesis".

"Será un honor para mí hacer algo que me permita devolverle todo lo que ha hecho por mí".

"Tienes algo en mente, Nicolás.  Dímelo".

"Tío", dijo, "necesito tu consejo".

¿Puede ser cierto?

El padre Nicolás caminaba de aquí para allá, con las manos detrás de su espalda.  "Tío, conoces la antigua teoría de los pitagóricos, que no es el sol el que gira alrededor de la tierra, sino que es la tierra la que gira alrededor del sol.  El cardenal de Cusa la propuso otra vez.  También sabes que Ptolomeo, quien enseña que el sol se mueve alrededor de la tierra, no podía decir que el movimiento era circular porque no encontraba la forma de explicar los movimientos planetarios que observamos.  Entonces tuvo que idear esos malditos ciclos y epiciclos que los matemáticos tanto sufrimos, que los planetas se mueven en un círculo alrededor de un punto en un segundo círculo que rota alrededor de un punto en un tercer círculo que rota alrededor del sol".

"Esos son temas sabidos para cualquier niño en edad escolar", dijo el obispo.

"Ya lo sé, tío.  Estoy tratando de llegar a entenderlo.  El sistema parece descoordinado.  Sé que Dios puede hacer lo que quiera, pero existe otra manera de pensar en los movimientos de los planetas, una que me parece más hermosa.  Supón", dijo, acogiendo el tema con entusiasmo, "que podamos librarnos de casi todos los epiciclos y explicar con unas pocas leyes simples los movimientos de todos los que deambulan en el espacio.

"¿Quieres decir que puedes diseñar un modelo que podría predecir dónde se encuentran los planetas de forma más sencilla y precisa?  Eso sería muy útil para los navegantes".

"Estoy muy lejos de eso, tío.  No creo que viva para verlo,  pero pienso que puedo concebir un modelo que se acerque a la verdad.  Y toda la verdad es de Dios".

"Veamos si te comprendo bien.  No estás diciendo que tienes un modelo más práctico.  Estas intentando penetrar aún más en la verdad.  Contra todo lo que vemos y sentimos, quieres decir que la tierra gira en torno al sol.  Un movimiento así debería darse a una velocidad impresionante".

"Sí, tío.  No lo podemos percibir, porque también nos movemos junto a ella".

"¿No te parece que ese movimiento debería levantar vendavales increíbles?  Cabalgamos y sentimos el viento en el rostro, pero no porque el aire se mueva, sino que porque nos estamos moviendo en contra del aire".

"Tal vez ello explique algunos de los vientos del mundo, tío.  No lo sé.  Tal vez el aire también se esté moviendo y entonces sería como cuando cabalgas con el viento, y no lo sientes para nada, porque te mueves a su velocidad".

El obispo pensó un poco más, con el ceño fruncido.  Era un obispo, después de todo, un hombre culto pronto para interesarse en todos los temas.  "Si tu suposición es correcta", dijo "y si tenemos en cuenta que Venus se coloca algunas veces entre nosotros y el sol, deberíamos ver sus fases, tal como vemos las de la luna.  Pero no vemos ninguna fase.  Siempre brilla como un globo, más brillante o apagado según la distancia que lo separe del sol".

"Tal vez Venus sea transparente, tío.  Tal vez no podemos percibir las fases.  No lo sé.  Pregunto, ¿puede ser verdad?  Creo que puede ser verdad, y lo es".

El Colón de las estrellas

"No estudio las estrellas", dijo el obispo.  "¿Qué consejo te puedo dar?" El sobrino, arrastrando los pies, le contestó: "tío, me expondré al ridículo.  Algunas veces yo también pienso que es ridículo.  ¿Crees que debo continuar estudiándolo?  ¿Crees que debo publicar mis conclusiones?  El suelo debajo nuestro parecer ser perfectamente estable y el sol atraviesa el cielo.  ¿Haré que nuestro nombre sea foco de todas las burlas?”

El obispo se levantó con una mirada de indignación.  "Me atrevería a pensar que ese monje Martín debería tener mucho más de qué preocuparse.  Sobrino, ¿acaso no fue el mismo papa quien te pidió que lo ayudaras a reformar el calendario?"

Eso había sido un tiempo atrás y Nicolás se rehusó a hacerlo porque sentía que necesitaba más tiempo para estudiarlo.  Era temperamentalmente cauto para un hombre que se destacaba en todo en lo que se embarcaba.

"Nicolás, hijo", dijo el obispo, "dirígete hacia donde Dios te guíe.  Él te dio la mente, utilízala.  Por ese motivo, te envié a cinco universidades.  Has estudiado derecho y medicina, griego y latín, arte y matemática, filosofía natural y teología.  Tienes corazón para los pobres y eso sólo me demuestra que no eres un hombre orgulloso que busca la gloria.  Toma confianza.  ¿Quién sabía que existía otro mundo entre nosotros y China?  Ni siquiera el mismo marinero genovés lo sabía.  Y ahora, si me perdonas", dijo "debo abocarme a estas cartas".

Y el sacerdote que conocemos como Copérnico recibió la bendición de su tío y continuó avanzando, no para cambiar el mundo, sino que para ubicarlo en el lugar correcto en el cielo.

Amigos en lugares elevados

El padre Nicolás no trabajó solo.  Cobró reputación como el más grande astrónomo de Europa y eso se tradujo en que sus admiradores fueran principalmente monjes y sacerdotes de la Iglesia -astrónomos, físicos y científicos que prestaban servicios en la corte papal y las cortes episcopales y que enseñaban en universidades, que también estaban a cargo de la Iglesia.  Dictó conferencias sobre astronomía en Roma cuando era joven y, en el Primer Concilio de Letrán, el Papa León X -el hombre que excomulgaría a Martín Lutero- le preguntó cómo podía ajustarse un calendario que en ese momento estaba fuera de cuadro a fin de configurarlo para que represente a un año verdadero y no cinco minutos más.

Copérnico continuó trabajando duramente en su proyecto.  El telescopio aún no se había inventado; debía apilar observaciones meticulosas y realizar operaciones matemáticas terriblemente difíciles sin la ayuda de cálculos, que tampoco se habían inventado todavía.  Era cuidadoso.  Sin embargo, luego de un tiempo, sus amigos y colaboradores comenzaron a instarlo para que llevara su trabajo al papel -al menos un resumen de los principios.  Y lo hizo, sin incluir las operaciones matemáticas, con las cuales es probable que no haya estado satisfecho.

Siglos después, se encontraron copias de ese resumen, de puño y letra de Copérnico.  No hizo el ridículo, porque quienes los leyeron no eran campesinos desprevenidos que fijaron la mirada en el suelo para ver cómo se movía.  Como así tampoco eran luteranos que desacreditaban la filosofía y decían que sólo las Escrituras, en su sentido más obvio, enseñan a los hombres todo lo que precisan saber acerca de Dios y, probablemente, acerca de la tierra y de los cielos también.  Uno de sus lectores viajó a Roma para dar una conferencia sobre heliocentrismo ante el Papa Clemente VII - el mismo papa que hizo negocios desafortunados con un inglés corpulento.  Clemente le dio un raro manuscrito en griego a cambio.

Luego, el arzobispo de Capua, el Cardenal Schonberg, se ocupó de la causa y rogó a Copérnico que publicara todo su descubrimiento.  Copérnico vaciló.  Finalmente, unos años después, un joven matemático llamado Rheticus viajó de Wittenberg a Prusia para absorber la sabiduría del maestro.  Nadie podía refutar a Rheticus.  Envió extensas cartas a sus amigos en Alemania para describirles el sistema.  Formó un equipo con Schonberg y el obispo de Culm para lograr persuadir a Copérnico, quien finalmente cedió, aceptando con resignación los deseos de tantos amigos poderosos, tal como lo expresó en una carta a su patrocinador más importante, el papa Pablo III.  Los Seis libros sobre las revoluciones de las esferas celestes se publicaron en 1543, cuando el padre Nicolás estaba postrado en su lecho de muerte.

¿Quién hizo más?

Copérnico entendió que Dios es la fuente y la meta de toda verdad.  Eso era algo común.  Sus seguidores en la Iglesia acogían su trabajo.  ¿Ridículo?  Lo que merece ser objeto de burla es la idea de que la Iglesia alguna vez haya tenido miedo de aprender.  La Iglesia inventó las universidades, preservó las obras de grandes paganos y construyó escuelas en todas las diócesis, muchas de ellas educando sin cargo a los pobres.  Inspiró a los más grandes artistas que el mundo jamás haya conocido -entre ellos, Miguel Ángel- y les encargó obras.  Sus monjes convirtieron a Europa del norte en un parque de granos y frutos, haciendo innovaciones agrícolas, médicas, arquitectónicas y mecánicas durante más de un milenio.  Su principal objetivo fue guiar a los hombres a Dios y no enseñarles agricultura, arte y letras, el arte de gobernar y astronomía. Sin embargo, no tanto más podría haber hecho si se hubiera creado sólo para esos fines; no hay ninguna otra institución en la historia que haya hecho más que la Iglesia.

Para llevarnos a Cristo, la Iglesia también nos trae bendiciones para este mundo.  Todas las naciones están en deuda con ella.

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Agradecimiento

Magnificat Anthony Esolen. "Cómo la Iglesia ha cambiado el mundo: El cielo declara la gloria de Dios." Magnificat (mayo de 2015).

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Sobre El Autor

Esolen6esolen7Anthony Esolen es profesor de inglés en Providence College. Es autor de Reclaiming Catholic Social Teaching, Reflections on the Christian Life, Ten Ways to Destroy the Imagination of Your Child, Ironies of Faith: Laughter at the Heart of Christian Literature, The Politically Incorrect Guide to Western Civilization, y es traductor de varios poemas épicos occidentales, incluyendo On the Nature of Things: de Rerum Natura de Lucretius, Gerusalemme liberata de Tasso y los tres tomos de la Divina Comedia de Dante: Infierno, Purgatorio, y Paraíso. Graduado en Princeton y en la Universidad de Carolina del Norte, Esolen domina el latín, italiano, anglosajón, francés, alemán y griego. Vive en Rhode Island con su esposa Debra y sus dos hijos. Anthony Esolen es miembro del consejo consultivo del Centro de Recursos para la Educación Católica. 

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