Libres del pecado

¿Recuerdan aquella terrible historia del otoño de 2006 cuando un hombre loco entro en una residencia escolar amish en Pensilvania y mató a sangre fría a cinco niñas para luego quitarse él mismo la vida? Es difícil pensar en un crimen más atroz.

Sin embargo, justo después de este terrible evento, las familias de las niñas asesinadas fueron a visitar a la familia del hombre que había cometido este crimen ⎯y externaron su perdón. Sus heridas, psicológicas y emocionales, deben haber sido tan evidentes como las heridas físicas de sus hijas.

Aún así, externaron su perdón. Sin embargo, percatémonos de que no fue su propia paz la que estaban ofreciendo; se trataba más bien de la paz de Cristo, la paz que sobrepasa cualquier comprensión. Ellos fueron los mediadores de esta paz, el vehículo a través del cual entró en el mundo.

Me gustaría sugerir la lectura de unas palabras que Jesús dirigió a sus discípulos y que podrían resultar un tanto sorprendentes: “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn. 20:23). En efecto, esto tiene un sentido jurídico; Cristo encomendó a sus sacerdotes que operaran como instrumentos del perdón sacramental.

Pero también considero que estas palabras contienen un sentido todavía más amplio, un sentido que aplica en el caso de todos los cristianos, para sacerdotes y laicos por igual. Jesús le da a su Iglesia el enorme privilegio y la gran responsabilidad de llevar el perdón divino a nuestro mundo caído.

Observemos cómo se aplican las palabras del Señor de manera precisa: si ustedes (mis seguidores) perdonan los pecados de los hombres, éstos serán perdonados; y, de no hacerlo, entonces seguirán atados a ellos.

La gran misión de la Iglesia es declarar el perdón de los pecados, la liberación de un mundo atado por el pecado.

¿Hemos aceptado esta misión?