El encuentro con Dios Santo

Isaías nos dice que estaba en el Templo y súbitamente vio al Señor sentado en un majestuoso trono, y la orla de su manto llenaba el Templo, en cuyas alturas había multitud de serafines.

Isaías vio al Señor, pero no lo describe de ninguna manera. Dios siempre es conocido como alguien desconocido, comprendido como alguien incomprensible. Se revela, pero no permite que le veamos por completo. La revelación de Dios siempre es al mismo tiempo un ocultamiento de Dios.

Isaías continúa e indica que la puerta tembló y que el lugar quedó lleno de humo. La experiencia de Dios siempre nos cimbra, nos afecta, y le da la vuelta a las cosas.

Entonces tiene lugar la inevitable confrontación con la propia imperfección: "Yo dije: '¡Ay de mí, estoy perdido! Porque soy un hombre de labios impuros, y habito en medio de un pueblo de labios impuros…'" (Is. 6:5).

Cuanto más nos acercamos a Dios, más nos percatamos de nuestras propias imperfecciones. Siempre nos sentimos humillados ante la presencia de Dios, condenados por nuestro pecado, nos sentimos sacudidos, algo nos da la vuelta. En cierto sentido, dejamos de confiar tanto en nosotros mismos, nos volvemos menos arrogantes, menos seguros de nosotros mismos. Pero todo esto es bueno, pues el "yo" que perdemos es un falso yo, un "yo" pecador.

Uno de los serafines entonces voló hacia Isaías y tocó su boca con una brasa encendida. A Dios no le interesa condenarnos por nuestro pecado o abandonarnos. Su pureza nos hace puros, si le permitimos consumir nuestro pecado. Algo en nosotros debe ser aniquilado. Y la santidad de Dios, que tanto nos asombra, nos permite saber qué es eso que debe ser eliminado.