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La Iglesia, ennoblecedora de culturas

  • ANTHONY ESOLEN

Los cuidadores del ganado ya habían terminado su jornada laboral y ahora se encontraban reunidos en uno de los salones en terrenos del monasterio.


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caedmon1 Era un día de fiesta, y eso era sinónimo de celebración, aunque sin vino, ya que la región estaba demasiado al norte para el cultivo de vides, y el vino que tenía la buena abadesa Hilda estaba reservado para el sacramento y las visitas.  Estarían tomando cerveza, una bebida oscura con el aroma y el sabor del grano que crecía en las tierras de Whitby.

Caedmon sabía que además significaba otra cosa.  Sabía que no existen las fiestas sin canciones, ni canciones festivas sin alabar a dioses y héroes de antaño.  Así, su padre había cantado canciones sobre Sigemund e Ingeld, como también lo hicieron su abuelo y los hombres de innumerables generaciones atrás, incluso en aquellos días en que los gigantes vagaban por la tierra.  Caedmon amaba, con amor culpable, los relatos de héroes y sus batallas contra gigantes y dragones, como así también los cuentos sobres sus enemistades y posesiones.  En aquellas tierras del norte, donde el invierno es prolongado y oscuro, parecía que el más noble de los héroes terminaba sus días derrotado, pero siempre luchando valientemente hasta el final, con una fuerza de voluntad que superaba la de sus brazos tan cansados que ni siquiera podían alzar la espada.

Despertaban algo a la vez amargo y tentador en el corazón de Caedmond.   Su mano sujetó la cruz de madera que colgaba de su cuello.  Los hombres permanecían en silencio mientras uno de sus compañeros arrastraba los dedos sobre el arpa y cantaba una canción sobre el semidiós Weland, el Herrero.  Cuando terminó de cantar, todos gritaron como niños y el arpa comenzó a pasar de mano en mano para que cada uno de los hombres sentados alrededor de la mesa cantara una canción antigua, mientras la cerveza corría libremente.

"Queridos hermanos", dijo Caedmon, levantándose de la mesa, "es mi turno de cuidar a las vacas esta noche", y se marchó solo a los establos.

No destruyan, limpien

Caedmon no lo sabía, pero más de cien años atrás, un barco repleto de prisioneros de guerra del norte hizo escala en Roma. Allí, un hombre llamado Gregorio contempló a aquellos jóvenes sajones, altos y rubios.  "¿Quiénes son ellos?", preguntó Gregorio.

"Sunt Angli", contestó el comerciante.  "Son anglos".

"Non Angli sed angeli," dijo Gregorio: no son anglos, sino ángeles.  Cuando Gregorio fue papa, envió misioneros a las Islas Británicas para acercar el Evangelio de Cristo a esos paganos.  San Agustín, el primer obispo de Canterbury, fue uno de los enviados.  Agustín era un hombre cuidadoso, al que Gregorio algunas veces debía alentar con discreción.  Los anglos y sajones paganos eran un pueblo rudo.  Tenían las virtudes y defectos de una sociedad guerrera; eran corajudos, intransigentes, pendencieros, despreocupados del futuro y ferozmente leales, aun cuando sus poesías estaban repletas de traiciones.  Adoraban a sus dioses y sus santuarios estaban manchados del marrón herrumbrado de sangre humana de tiempos inmemoriales.

Agustín confiaba en el juicio de Gregorio más que en el suyo.  "¿Qué debemos hacer con los santuarios paganos?", le escribió al papa.  "¿Debemos destruirlos?" Ese parecía ser el curso de acción evidente.

Entonces, Gregorio rezó para tener sabiduría.

"No destruyan los santuarios", le respondió Gregorio a Agustín, "sino que límpienlos y dedíquenlos a Cristo".

No se trataba simplemente de una cuestión de santuarios, sino de todo lo que ellos representaban. La vida pagana transcurría en la oscuridad del pecado y del error, hasta llegar a la crueldad del sacrificio humano.  ¿Por qué deberían conservarse?  Gregorio pensaba en el extraño templo abovedado dedicado a todos los dioses paganos, el Panteón, como lo que es ahora, una iglesia dedicada a todos los santos.  Había una apertura en la cúpula a través de la cual el sol abrazaba a cada uno de los doce dioses en un círculo de luz - ahora hay doce santos en su lugar.  La oscuridad del mundo pagano era enorme, pero no total.  Dios dejó a la humanidad pecadora librada a la vanidad de su imaginación y el hombre transformó la gloria del Dios incorruptible, tal como lo dijo San Pablo, en una imagen del hombre corruptible, o de aves, bestias y criaturas que se desplazan por la tierra.  Y, aun así, el hombre sigue deseando al verdadero Dios en su corazón.

"No destruyan los santuarios", le respondió Gregorio a Agustín, "sino que límpienlos y dedíquenlos a Cristo".

"Cánteme algo"

¿Qué pasó con Caedmon esa noche?  Beda el Venerable nos lo relata así: A una hora discreta, se recostó para descansar y se quedó dormido.  Luego, un hombre se paró delante suyo en un sueño y lo saludó llamándolo por su nombre.  "¡Caedmon!", gritó.  "Cánteme algo". Luego Caedmon contestó, "No conozco ninguna canción y es por ese motivo que me retiré de la fiesta y vine aquí - porque no sé cantar". "Sin embargo, sí puede cantar." "¿Qué quiere que cante?". "Cánteme frumsceaft", dijo el hombre: Cánteme principium creaturarum, "el principio de lo creado". Entonces Caedmon comenzó a cantar versos y palabras que nunca antes había escuchado en honor a la creación de Dios diciendo:

Alabemos ahora al Guardián del Cielo,
el poder del Señor, los designios y obras
del padre Glorioso, pues Él, el Eterno,
a todo prodigio diole comienzo.
Él al principio, Santo Hacedor,
El cielo creó para techo de hombres.
Luego la tierra el Eterno Señor,
el Guardián de las gentes, hizo y dispuso,
la que habitan los hombres, el Dios poderoso.
(Beowulf y otros poemas anglosajones (Siglos VII-X) . Traducción de Luis Lerate y Jesús Leratecolor.)

Luego se despertó y recordó todo lo que había cantado mientras dormía, y a aquellas palabras les agregó, de la misma manera, muchas otras dignas de un himno a Dios.

No es habitual que un hombre, visitado por un heraldo de Dios, componga en sueños una poesía grandiosa.  Caedmon se lo contó a su superior y él lo llevó ante la abadesa Hilda, quien convocó a los consejeros para que la ayudaran a resolver este asunto.  Les indicó que le leyeran a Caedmon uno de los textos de las Sagradas Escrituras para ver qué hacía al respecto. Cuando Caedmon regresó a la mañana siguiente, cantando la misma historia en la métrica antigua de los layos heroicos, Hilda se regocijó y todos llegaron a la conclusión de que Caedmonhabía sido bendecido por Dios con un extraño don.  Invitó a Caedmon a abandonar la vida secular y a unirse a ellos en el monasterio.

Pertenecer a la Iglesia no significa perder la cultura, sino elevarla - algunas veces incluso desde las profundidades de la muerte.

Entonces, la misma poesía que Caedmon no podía cantar en aquella fiesta se convirtió en los cimientos de algo nuevo en el mundo – en una poesía de forma antigua y pagana, sumida en siglos de tradición, que no fue destruida sino purificada, y convertida en un santuario dedicado a grandes guerreros, como Abraham, Moisés y los Apóstoles, quienes sirvieron al verdadero y único Señor, Dios y Padre de Jesucristo.  Los monjes continuaron leyéndole a Caedmon, y él, que no sabía leer, transformaba todo lo que escuchaba en poesía hermosa e inspiradora de virtudes que los monjes llevaron al papel.  Lo hicieron hasta el día en que se apagó la vida del obediente anciano en el hospital, luego de que pidió la Eucaristía, hizo las paces con sus amigos y volvió su rostro para escuchar el canto de la alborada, mientras los monjes se dirigían a la capilla a rezar laudes.

Bauticen a todas las naciones

Lo que sucedió en Whitby es un modelo de lo que hicieron los misioneros de la Iglesia.  La gracia no reemplaza a la naturaleza, sino que la perfecciona.  Pertenecer a la Iglesia no significa perder la cultura, sino elevarla - algunas veces incluso desde las profundidades de la muerte.  Cuando Nuestra Señora se le apareció a Juan Diego en Guadalupe, no lo hizo como una ciudadana europea, sino como una princesa indígena.  Cuando Matteo Ricci viajó a China para evangelizar, se empapó de la sabiduría de los chinos; se hizo mandarín para convertir a los mandarines.  Cuando Junípero Serra organizó sus misiones en California, les trajo a los indígenas lo que para ellos eran herramientas nuevas, como la piedra de molino, la noria y la prensa de uvas, y les enseñó el cultivo de la vid, aceitunas y otros alimentos.  No tenía por objeto hacerlos europeos, sino que quería que se autoabastecieran y fueran lo suficientemente fuertes como para resistir los ataques de sus enemigos.  Las iglesias de las misiones eran como la poesía de Caedmon, formas nativas elevadas en honor a Cristo.

Así fue como lo hizo la Iglesia.  El mundo confunde unidad con uniformidad y acusa a la Iglesia de hacer lo que hace el mundo -ya que los poderes del mundo no pueden soportar la contradicción, entonces intentan obligar a las personas a obedecer su voluntad a su modo, según sus órdenes y de acuerdo con sus tiempos.  A donde sea que vayan los legisladores modernos sin Cristo, siempre reducen las cosas a una masa homogénea.

Sin embargo, Cristo no dijo "Vayan y conviertan a todas las naciones en una sola".  Dijo "Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".  Y cuando la gente se reunió en Jerusalén para la fiesta de Pentecostés y escuchó a los Apóstoles predicando, no hablaban todos en el mismo idioma, sino que cada uno los escuchaba en el suyo propio, de modo tal que, si el vaquero Caedmon hubiera estado allí, los habría escuchado predicar en anglosajón, llenando esa prédica con todo lo bueno y noble de esa cultura.

Eso fue exactamente lo que sucedió en el establo de Whitby mucho tiempo atrás.

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Agradecimiento

Magnificat Anthony Esolen. "La Iglesia, ennoblecedora de culturas." Magnificat (julio de 2014): 195-220.

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Sobre El Autor

Esolen6esolen7Anthony Esolen es profesor de inglés en Providence College. Es autor de Reclaiming Catholic Social Teaching, Reflections on the Christian Life, Ten Ways to Destroy the Imagination of Your Child, Ironies of Faith: Laughter at the Heart of Christian Literature, The Politically Incorrect Guide to Western Civilization, y es traductor de varios poemas épicos occidentales, incluyendo On the Nature of Things: de Rerum Natura de Lucretius, Gerusalemme liberata de Tasso y los tres tomos de la Divina Comedia de Dante: Infierno, Purgatorio, y Paraíso. Graduado en Princeton y en la Universidad de Carolina del Norte, Esolen domina el latín, italiano, anglosajón, francés, alemán y griego. Vive en Rhode Island con su esposa Debra y sus dos hijos. Anthony Esolen es miembro del consejo consultivo del Centro de Recursos para la Educación Católica. 

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