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Cómo la Iglesia ha cambiado el mundo: El padre de California

  • ANTHONY ESOLEN

Muchos años atrás, mi hijo y yo estábamos sentados en un bello patio de San Juan Capistrano.


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idaSan Junípero Serra
1713-1784

Nunca antes habíamos visitado el sur de California, ya teníamos los pies doloridos después de caminar por las ruinas de la misión y estábamos sedientos. Pudimos ver que sobre el césped había naranjas frescas que se habían caído del árbol.

Me acerqué a una de las conservadoras. "¿Podemos tomar un par de aquellas naranjas?" Pregunté con vergüenza. "Han caído al suelo y nunca antes hemos comido naranjas frescas".

"Adelante", dijo y lo hicimos, en medio del parloteo de los turistas, el canto de las golondrinas y los pinzones, el zumbido del tráfico y, más allá, el murmullo de las olas del Pacífico que rompían en la playa de arenas blancas.

No siento amor por las ciudades y me siento poco atraído por la pompa y el glamour de Hollywood, pero allí estaba, sentado junto a mi hijo en un día soleado de marzo, en la antigua misión enclavada entre las montañas costeras y el mar, comiendo una naranja, observando los rosales, las palmeras y las higueras, y pensando que no podría haber un lugar mejor en todo el mundo para semejante generosidad de la naturaleza.

Este lugar no siempre ha sido así. Remontémonos más de doscientos años atrás. ¿Qué vemos en este magnífico lugar, San Juan Capistrano?

Corazón en llamas

No hay caminos, ni jardines, ni campos de granos, ni huertas, ni viñedos, ni olivares, ni asentamientos permanentes. No hay ranchos, ni tambos, ni establos. Ni siquiera el perro y el gato han sido domesticados. Los indígenas que habitan en las colinas gozan de una vida más cómoda, pero no mucho más admirable que la de los más pobres que habitan más al sur, en la árida península de Baja California. Se alimentan de algo mejor que alimañas y saltamontes. Son más altos y robustos, menos temerosos de sus vecinos. Viven en chozas de paja, no en pozos en la tierra. Pueden ser amigables como niños y también traicioneros.

Los hombres andan completamente desnudos, algunas veces cazando venados, pero en general dejándose llevar por la indolencia. Las mujeres hacen los trabajos pesados. Las esposas pueden descartarse por puro capricho y los hombres se sentirían avergonzados ante sus compañeros si mostraran alguna suerte de sensibilidad especial por los sentimientos de ellas. Cuando el alimento es escaso atacan a otras tribus. Pero ni todo el fuego del sol del verano que fermentaba la tierra ardía con más fuerza que el corazón del padre en la túnica marrón que vino a enseñarles, a corregirles, a protegerles y a amarles con un amor del que nunca antes habían sido testigos.

El padre era un hombre enjuto y nervudo. Caminaba mal, con una cojera muy pronunciada que adquirió durante su primera travesía de Vera Cruz a la ciudad de México por las picaduras de insectos venenosos que le provocaron hinchazón en la pierna y por poco lo matan de fiebre. Eso sucedió muchos años y millas atrás, las cuales atravesó mayormente a pie. Vino a traerles los sacramentos y a salvar sus almas por Cristo. Era hijo de San Francisco y fue uno de los hombres más valientes que jamás hayan vivido - pero ¿cuántos de esos héroes han brillado por sus grandes virtudes de misericordia, humildad y caridad? Estamos hablando del padre Junípero Serra.

Muchos misioneros enérgicos tenían ansias de aventura. No era el caso del padre Serra, si bien sus diarios y cartas muestran que era un riguroso observador de las costumbres, la geografía y los cultivos de las tribus, como así también del carácter de sus miembros. Junípero, hijo de un campesino, creció en la joya mediterránea llamada Mallorca. Era un niño inteligente y la Iglesia, rápida en aprovechar los dones de Dios, hizo de él un pensador formidable. Ocupó un cargo muy importante en el departamento de teología de la Universidad de Palma de Mallorca en España. Podría haberse quedado allí como un profesor muy querido, con sus padres y sus parientes, y con sus vecinos. No tenía ansias de conocer el mundo, sino una sed insaciable por llevar la gloriosa libertad de los hijos de Dios a la humanidad caída. Dejó Mallorca en 1749 a los treinta y seis años, con muchos otros frailes, sus queridos amigos. Nunca más vería a su familia ni regresaría a su pueblo.

Colinas y valles que resuenan

Los viajes y misiones de aquellos tiempos no debían calcularse en días o semanas, sino que en años, muchos años. Imaginen cuánto le llevaba al virrey en la ciudad de México enviar una solicitud a la corte en Madrid y cuánto debía esperar para recibir una respuesta. O lo difícil que era transportar los alimentos y herramientas estrictamente necesarios en una caravana de mulas protegida por un puñado de soldados a lo largo de cientos de miles de millas de tierras estériles y desiertas. O que lo que ahora llamamos California era tierra sin explorar, de manera que cuando se instalaba una misión, no era nada fácil indicarles a las autoridades de México cómo debían hacer para encontrar el puerto más cercano. O que las tribus eran desconocidas, sus hábitos no eran los nuestros y sus idiomas eran inentendibles. Muchos buenos franciscanos se desanimaron y prefirieron seguir sirviendo a Dios en los coloridos jardines de la Ciudad de México. No fue el caso de Junípero.

Tenía el objetivo de crear una gran cadena de misiones desde el sur hasta el norte a lo largo de la bahía a la que le puso el nombre de San Francisco. Eligió lugares que estuvieran cerca de arroyos de agua fresca y del mar. Cuando marcaba un nuevo lugar para instalar la misión, primero entronizaba una cruz y luego colgaba las campanas –porque Junípero, quien prescindía de los alimentos y era despiadado a la hora de sacrificar su cuerpo, era sumamente generoso en las cosas de Dios. Y hacía sonar las campanas y gritaba a viva voz "¡Escuchen, gentiles, vengan, vengan a la Santa Iglesia, vengan, vengan a recibir la fe de Jesucristo!"

"¿Por qué haces semejante esfuerzo?", le preguntó una vez uno de los frailes. "No hay ningún indígena a la vista. Es una pérdida de tiempo tocar las campanas de este modo". "Quiero que todo el mundo escuche estas campanas", decía Junípero, "o al menos que lo hagan todos los gentiles que habitan en las montañas".

Y fue así que se acercaron, aunque sea para ver de donde provenían esos sonidos que nunca antes habían escuchado. Aprendieron a ver que el padre Junípero era un hombre sin astucia; una persona que planeaba, trabajaba, enseñaba y oraba; que los alimentaba, que bendecía a sus niños y que compartía sus alegrías y tristezas.

Su amor paternal muchas veces era rechazado por los militares con poca visión de futuro. La profundidad de su amor queda en evidencia por lo que le sucedió a la misión en San Diego. La misión era un pueblo y una granja próspera ubicada en los campos abiertos, sin empalizadas, porque los españoles creían que se habían hecho buenos amigos de los indígenas vecinos. Sin embargo, un par de indígenas recién bautizados huyeron de la granja e incitaron a las tribus a atacarla. La misión quedó destruida. Los españoles, mucho menos numerosos, se defendieron como mejor pudieron, pero sus pérdidas fueron muy grandes, entre las cuales había gente que sólo se encontraba allí para forjar herramientas o cultivar las tierras.

El comandante quería recorrer las colinas y colgar a los atacantes. El padre Junípero se opuso diciendo que los indígenas habían actuado más desde la ignorancia que desde la malicia. Cuando los dos conversos traidores regresaron a la misión con un gran remordimiento de conciencia, Junípero los protegió. Llevó el caso a las autoridades de México, suplicándoles más protección para las misiones y pidiéndoles permiso para aplicar castigos por delitos dentro de las misiones sin tener que recurrir al comandante militar. En otras palabras, pidió autorización para poder aplicar la ley de Cristo en vez de la ley marcial. Logró imponerse. Las misiones eran islas de civilización y de disciplina moderada, pero firme, en las que gobernaba el sacerdote abnegado, no el soldado.

Junípero no tenía noción de "raza", excepto a modo de curiosidad. Escribió al gobernador mexicano que las misiones debían poblarse con la esperanza de que enviaran a hombres españoles al norte para trabajar en las granjas y para casarse con mujeres indígenas. Lo que Junípero ignoraba es que justo en ese mismo momento los colonos del este se estaban revelando contra la ley británica, con una declaración esclavista que proclamaba que Dios había creado a todos los hombres iguales.

Preparar una mesa en el desierto

Así fue que junto a mi hijo comimos las naranjas, que trajeron los frailes a California, y comenzamos a caminar por la misión. Había restos de un molino de aceite y una pequeña fábrica de aceite para triturar las frutas y refinar y almacenar su esencia; los frailes trajeron las aceitunas. Aquí había higueras, que trajeron los frailes. Aquí había una prensa de vino; las uvas crecían en forma silvestre en California y los frailes trajeron variedades europeas como las moscatel; con el tiempo los vinos de California serían conocidos en todo el mundo. Aquí había cisternas para el agua de lluvia y de irrigación; aquí había un pozo. Aquí estaba la herrería para forjar clavos, arados, hachas y herraduras. Aquí estaba la capilla, construida de piedra y adobe con las manos de los frailes, soldados e indígenas, en ese estilo simple y hermoso que inventaron los frailes, como si la hubieran visto elevándose de la tierra de California, otro crecimiento natural en esta tierra abundante.

¡Qué diferente era esta empresa a cualquier otra que había en el este! Nuestras iniciativas humanitarias de hoy en día son una sombra pálida y algunas veces siniestra del amor radiante del padre Junípero. Trajo a los indígenas el pan de la tierra porque anhelaba darles el pan del cielo, el pan que está colmado de dulzura.

Era infatigable. Incluso en la noche que murió, demostró que se donaba por completo a Dios. No descansaría antes de la hora de su descanso eterno. Como pudo, se arrastró a la capilla a celebrar la bendición y allí recibió el viático y los últimos ritos. Murió a la mañana siguiente en su celda, con una cruz de madera sobre su pecho. Los indígenas a quienes él tanto amaba buscaron sus flores silvestres favoritas por las laderas de las montañas y engalanaron su cuerpo con ellas.

"¿Acaso tiene Dios poder suficiente para preparar una mesa en el desierto?", rezongaban los niños de Israel. Sólo Dios puede hacerlo. Porque si no el mundo no conocerá a nadie como San Junípero Serra.

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Agradecimiento

Magnificat Anthony Esolen. "Cómo la Iglesia ha cambiado el mundo: El padre de California." Magnificat (setiembre de 2015).

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Sobre El Autor

Esolen6esolen7Anthony Esolen es profesor de inglés en Providence College. Es autor de Reclaiming Catholic Social Teaching, Reflections on the Christian Life, Ten Ways to Destroy the Imagination of Your Child, Ironies of Faith: Laughter at the Heart of Christian Literature, The Politically Incorrect Guide to Western Civilization, y es traductor de varios poemas épicos occidentales, incluyendo On the Nature of Things: de Rerum Natura de Lucretius, Gerusalemme liberata de Tasso y los tres tomos de la Divina Comedia de Dante: Infierno, Purgatorio, y Paraíso. Graduado en Princeton y en la Universidad de Carolina del Norte, Esolen domina el latín, italiano, anglosajón, francés, alemán y griego. Vive en Rhode Island con su esposa Debra y sus dos hijos. Anthony Esolen es miembro del consejo consultivo del Centro de Recursos para la Educación Católica. 

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