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La vida viene del Arzobispo

  • ROBERT ROYAL

Una vez, durante una clase acerca de la Ética de Aristóteles, un alumno me dijo que todos los que conocía querían vivir en algún otro lugar.


ChaputÉl había residido en Boulder, Colorado, la cual puede estar entre los mejores y más hermosos lugares para habitar en el planeta. Estábamos discutiendo la manera en que Aristóteles formula los principios éticos de prácticas reales, al purificarlas y extraer lo que es mejor para el crecimiento humano a partir de cómo las personas en realidad viven en relación concreta unos con otros. Todo el curso estuvo de acuerdo con que el impulso de huir del lugar donde vivimos —tan común en Estados Unidos y gran parte del mundo desarrollado de hoy día— refleja algún profundo trastorno cultural.

Esa es la condición básica que el arzobispo Charles J. Chaput confronta en su libro recién publicado, Strangers in a Strange Land: Living the Catholic Faith in a Post-Christian World (Extraños en una tierra extranjera: vivir la fe católica en un mundo postcristiano). Como el título indica, el autor presenta, por supuesto, una respuesta católica a nuestra alienación social general. A la vez, juega un poco con la noción «postcristiana». De un modo, la pérdida de fundamentos bíblicos en el occidente yace en el corazón de nuestro descontento y vacío. Se puede decir que vivimos en la sociedad más libre y rica que el mundo ha conocido. Sin embargo, como san Agustín y muchas otras grandes figuras señalaron, las simples cosas no pueden satisfacer a los seres como nosotros, que somos hechos para Dios.

«a medida que las personas y culturas se alejan de sus antiguas convicciones, los recordatorios del pasado se convierten en más inquietantes e irritantes».

No obstante, por otro lado, Chaput sugiere que no existe lo «postcristiano», porque en realidad el mundo no puede olvidar a Cristo. En efecto, la misma furia con la cual muchos hoy lo están intentando —al manifestar que ciertas creencias cristianas sobre el sexo y el matrimonio son virtuales delitos de odio, al destruir la memoria histórica en los programas de las escuelas, al definir qué es humano y qué no, y al presionar a las instituciones cristianas— atestigua la persistencia de Cristo: «a medida que las personas y culturas se alejan de sus antiguas convicciones, los recordatorios del pasado se convierten en más inquietantes e irritantes». Paradójicamente, la animadversión contra el cristianismo da testimonio de su poder continuo aunque precario.

Últimamente muchas personas trataron este tema, pero ninguna con tanta astucia y tanta amplitud de referencia cultural. Chaput reúne algo del mejor pensamiento secular y religioso con respecto de nuestra situación: los fundadores norteamericanos, Tocqueville, Charles Péguy, Romano Guardini, Pierre Manent, Leon Kass, Charles Murray, Alasdair MacIntyre, hasta el gran poeta alemán Rilke, y muchos otros. Un breve resumen no le hace plena justicia a este libro; debe leerlo, con lentitud, para apreciar su riqueza y textura.

Sin embargo, el amplio análisis social solo es preliminar. La pregunta central para nosotros, en este mismo momento, es qué se puede hacer en verdad. La respuesta, la respuesta cristiana, es que quizás no podamos realizar mucho a gran escala; pero lo que podemos llevar a cabo, aunque sea modesto, realmente debemos hacerlo. Visitar a los enfermos o a los moribundos, tener familias y matrimonios sólidos, contar con el coraje de hablar cuando algún valor humano sea violado, estar dispuestos hasta hablar de Dios, de forma correcta, en medio de una cultura que desea sobre todas las cosas, no escuchar su nombre. Es necesaria la acción política también; las posibilidades son infinitas y no podemos quejarnos de que «la época» es maligna, porque en verdad nosotros somos la época.

Incluso eso no alcanza, sin embargo. Chaput transporta todas estas consideraciones en una clave diferente al recordarnos que la verdadera respuesta cristiana a nuestros predicamentos es vivir en la esperanza. No es optimismo, algo tonto en un mundo que sin lugar a dudas está herido por el pecado y la locura. Tampoco es la confianza en el progreso, esa imitación del siglo XIX. Tenemos esperanza, verdadera esperanza, dice, porque hace 2000 años, en una recóndita capital regional, un hombre —Jesús— se levantó de entre los muertos, y venció al mundo, a la carne, y —digámoslo con franqueza— al Diablo.

El mundo se burla de esas cosas, por supuesto, y siempre lo hizo. Existe una cantidad de batallas intelectuales que se deben pelear para disipar presunciones científicas, sociales y culturales erróneas. No obstante, el problema más desafiante, quizás, es que las personas que más necesitan escuchar dichas argumentaciones ahora son prácticamente impermeables a los razonamientos por la manera en que fueron condicionadas a vivir. Chaput advierte, «Mientras más problemático sea el comportamiento, más sagrada es la liturgia de las excusas».

En cierto sentido, nuestra situación es novedosa, pero no tanto como lo podríamos imaginar: «El cristianismo nació en un mundo de aborto, infanticidio, confusión sexual, y promiscuidad, de abuso de poder y explotación de los pobres». Necesitamos responder a esos males, no solo con argumentos sino aun de manera más urgente, con la forma en que vivimos, como adultos cristianos en el mundo pero no de él —políticos, médicos, rectores y profesores universitarios, científicos, empresarios— dispuestos a sostener y, si fuera necesario, pagar el precio de vivir la verdad.

No podemos renunciar, esa no es la forma de actuar de una fe que cree que Dios mismo se encarnó en nuestro mundo; y el estado moderno vendrá tras nosotros de todas formas. Estar en el mundo pero no ser del mundo es un delicado acto de equilibrio. Un cristiano es en parte un extranjero en cualquier país, como menciona la famosa Epístola a Diogneto, porque ningún otro reino en la tierra será cristiano por completo.

Últimamente muchas personas trataron este tema, pero ninguna con tanta astucia y tanta amplitud de referencia cultural.

Los católicos perdieron esto de vista a medida que se acomodaron en un Estados Unidos que ofrece muchos atractivos. Chaput dedica un capítulo a examinar las beatitudes como una clase de modelo sobre qué tipos de extranjeros debemos ser, y otro acerca de qué clase de institución entonces la Iglesia debe ser: «El “poder” de la Iglesia no reside en sus declaraciones públicas o recursos materiales, sus estructuras o servicios sociales, sino en su capacidad de formar y guiar a su gente, y a ser su primera lealtad».

Para dirigir a los fieles y ser una fuente de transformación en el mundo, es crucial que la Iglesia tenga su propia dimensión interior arraigada en la caridad, fidelidad y amistad dentro y fuera de esta institución. Hablamos mucho del diálogo y de estar abiertos al mundo, pero para ser un interlocutor, uno mismo debe tener algo que decir.

El arzobispo de Filadelfia tiene cantidad de cosas para decir. Léalo.

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Agradecimiento

royal1Robert Royal. "La vida viene del Arzobispo". The Catholic Thing (28 Febrero, 2017). 

Reimpreso con el permiso de The Catholic Thing. Todos los derechos reservados. Para derechos de reimpresión, escribir a: info@thecatholicthing.org.  

Sobre El Autor

Royal5Royal1 Robert Royal es jefe de editores de The Catholic Thing y presidente de Faith & Reason Institute en Washington, D.C.. Sus obras incluyen The Catholic Martyrs of the Twentieth Century: A Comprehensive Global HistoryDante Alighieri: Divine Comedy, Divine SpiritualityThe Pope's Army: 500 Years of the Papal Swiss Guard, The Virgin and the Dynamo: The Use and Abuse of Religion in Environmental Debates, y más recientemente The God That Did Not Fail: How Religion Built and Sustains the West. Robert Royal es miembro del comité asesor del Centro de Recursos para la Educación Católica.

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