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Acerca de tener enemigos para amar

  • R.J. SNELL

Nuestro Señor, sin ser el sentimentalista que de manera errónea se cree que es, da por sentado que tendremos enemigos


raoughEntre las enseñanzas difíciles del Sermón de la Montaña se encuentra el mandamiento de amar a los enemigos: «Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo». (Mateo 5, 43-44)

Lo anterior presupone que tenemos enemigos. Nuestro Señor, sin ser el sentimentalista que de manera errónea se cree que es, da por sentado que tendremos enemigos en tanto nos promete beatitud cuando «sean insultados y perseguidos, y se los calumnie en toda forma a causa de mí».

Aunque el Sermón es drástico, Jesús nunca nos dice «no tengan enemigos». En parte, esto está fuera de nuestro control y no es susceptible de ser ordenado. San Pablo sí nos enseña que deberíamos «vivir en paz con todos los hombres», en lo «posible» en tanto que «de vosotros dependa». A pesar de ello, sin embargo, está sujeto con la aceptación realista de que se les hará daño y que Dios se vengará en su nombre.

Dado el escándalo del Evangelio, es probable que los católicos sean libres de los enemigos solo si son invisibles o si alteran su proclama simplemente para imitar y apoyar las normas y suposiciones de sus vecinos y sociedades. En cualquiera de esas circunstancias, las personas que profesan esta religión parecerían haber negado a su Señor y rehusado su herencia.

Buscamos la paz, la ofrecemos y, no obstante, tendremos enemigos en la medida en que mantengamos la fe con Cristo. La fidelidad implica nuestra presencia como un signo de contradicción, hasta de escándalo.

Sin embargo, parece dolorosamente obvio que muchos católicos incluso, por desgracia, algunos en la jerarquía, buscan «paz, paz… cuando no hay paz». (Jeremías 6, 14)

Mucho antes de ingresar a la Iglesia, la visión católica de la integridad del mundo me resultaba una doctrina hermosa y atractiva. Mi formación previa me había enseñado un tipo de reticencia suspicaz con respecto del «mundo», una clase de buena fe que rechazaba o solo aceptaba a regañadientes el campo de la ciencia, el arte, la literatura, la música, el deporte, la bebida, y la danza.

Los católicos en verdad parecían estar tan en casa en el mundo, aun mientras anhelaban el cielo. La Iglesia insistía en que la encarnación realmente sucedió y que había un valiente compromiso con las velas y el altar, el pan y el vino, el agua y el aceite, las vestiduras y el arte. En contra de esto, mi comprensión anterior parecía etérea, «espiritual», gnóstica, y la fresca sencillez del catolicismo me deslumbraba.

De modo similar, la Iglesia no tenía miedo a las humanidades y las ciencias, ya que sabía, en las palabras de Gaudium et Spes, «que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores… todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado…». (36)

Fundamentalmente, aprendí de la Iglesia que la gracia de la encarnación no destruyó la naturaleza humana sino que la perfeccionó, la completó, la elevó.

A pesar de esto, la Iglesia con toda la razón insistía en que la autonomía de la naturaleza tenía sentido pero solo a la luz de la creación y la redención. Cualquier intento de ver a la independencia del mundo como si no dependiera de Dios era falso. Como Gaudium et Spes proseguía, «…por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida».

Bueno, Dios fue olvidado. En el occidente contemporáneo, este olvido no es solo pasivo, como cuando uno no recuerda donde estacionó el auto. La omisión es activa: borrar, tironear y arrancar; es una indiferencia impuesta, y nuevos «dioses» demandan nuestra piadosa lealtad.

Si la Iglesia está en contra de algo, es del paganismo y la idolatría; y los paganos y los adoradores de ídolos están en contra nuestro. No obstante, se puede asistir a la misa durante días y semanas sin escuchar nada de nuestra antigua y verdadera repugnancia a las degradaciones del paganismo. Pueden pasar meses (¿años?) y no recordarnos que realmente fuimos comprados y guardados de algo y para algo.

Nuestro «sentirnos como en casa» en la tierra ya no es católico sino burgués, no proviene de nuestro compromiso con la encarnación del Dios perfecto como el hombre que restablece todo en Él mismo. Es cada vez más una capitulación, una debilidad, una aletargada satisfacción con nosotros y la forma en que el mundo funciona. Olvídese de condenarlo y maldecirlo, ni siquiera estaremos en desacuerdo con él.

Cuando se trata de música, arte, arquitectura, oración, fiestas y ayunos, apenas nos reconocemos en nuestra difusa conformidad. Aun peor, mucho peor, somos amigotes del mundo en lo que respecta a la vida, la muerte, el pecado, y la salvación. Tendemos a no manifestar nuestra historia sino a dialogar. Por supuesto, no estoy añorando algún tipo de inocente triunfalismo, pero realmente pensamos que nuestra versión del significado del mundo es verdadera, ¿o no? Sí creemos, también, que el destino eterno de nuestras almas y las de muchos otros depende de que esa historia sea cierta, ¿no?

¿O no lo hacemos?

Hace poco leí el libro judío de plegarias, el Siddur, y me encontré con el Alienu, con el que finalizan las oraciones de la mañana, tarde y noche. Una parte de este, el V’al Kein, dice, «depositamos nuestra esperanza en Ti, nuestro Señor y Dios, para que pronto veamos la gloria de tu poder, cuando elimines las abominaciones de la tierra, y los ídolos sean por completo destruidos… cuando toda la humanidad llame Tu nombre, para que todos los hombres malos de la tierra se vuelvan hacia Ti. Todos los habitantes del mundo se darán cuenta y sabrán que toda rodilla se doblará y toda lengua jurará lealtad hacia Ti».

Nosotros, asimismo, anticipamos dicho día. (Filipenses 2, 10) Sin embargo, casi nunca hablamos de él, ni mucho menos lo proclamamos con valentía, y a cambio elegimos el difuso, débil y decepcionante confort de los valores genéricos y contemporáneos de occidente.

Por lo tanto, tenemos menos enemigos y esto hace que cumplir el mandamiento «ama a tus enemigos» sea más difícil de lo que debería.

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Agradecimiento

snellR.J. Snell. "Acerca de tener enemigos para amar." The Catholic Thing, (12 Julio, 2017).

Reimpreso con el permiso de The Catholic Thing.

Sobre El Autor

snell2snell3R.J. Snell dirige el Center on the University and Intellectual Life en el Witherspoon Institute en Princeton, New Jersey, y es profesor emérito en el Agora Institute for Civic Virtue and the Common Good. Entre sus libros se encuentran The Perspective of Love: Natural Law in a New Mode Acedia et Its Discontents: Metaphysical Boredom in an Empire of Desire.

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